Cuando un hombre empieza a aprender, nunca sabe lo que va a encontrar. Su propósito es deficiente; su intención es vaga. Espera recompensas que nunca llegarán, pues no sabe nada de los trabajos que cuesta aprender.
Uno aprende poquito a poco al comienzo, luego más y más. Lo que se aprende nunca es lo que uno creía.
El conocimiento nunca es lo que uno se espera. Cada paso del aprendizaje es un atolladero, y el miedo que el hombre experimenta comienza a crecer sin misericordia, sin ceder. Entonces su propósito se convierte en un campo de batalla.
Y así llega el primero de sus enemigos naturales: el miedo.
El miedo es un enemigo terrible, traicionero y enredado como los cardos. Se queda oculto en cada recodo del camino esperando y acechando. Y si el hombre, aterrado en su presencia, echa a correr, su enemigo habrá puesto fin a su búsqueda.
Para superar al miedo, el hombre debe desafiarlo. Aunque esté lleno de miedo no debe detenerse. Esta es la regla. Entonces llega un momento en el que su primer enemigo se retira. El hombre empieza a sentirse seguro de sí. Su propósito se fortalece. Aprender ya no es una tarea aterradora. Cuando llega ese momento gozoso, el hombre puede decir sin duda que ha vencido a su primer enemigo natural. Esto ocurre poco a poco, y sin embargo el miedo se conquista de repente y rápidamente.
Una vez que un hombre ha conquistado el miedo está libre de él por el resto de su vida, porque a cambio del miedo ha adquirido claridad: una claridad de mente que borra el miedo. Para entonces, un hombre conoce sus deseos y sabe cómo satisfacerlos. Puede prever los nuevos pasos del aprendizaje, y una claridad nítida lo rodea todo. El hombre siente que nada está oculto.
Y así encuentra su segundo enemigo natural: la claridad. Esa claridad de mente tan difícil de obtener, dispersa el miedo pero también ciega.
La claridad fuerza al hombre a no dudar nunca de sí. Le da la seguridad de que puede hacer todo cuanto se le antoje, porque todo lo ve con claridad. Tiene valor y no se detiene ante nada, pero todo eso es un error, porque es como si viera algo claro pero incompleto. Si el hombre se rinde a esa ilusión de poder, ha sucumbido a su segundo enemigo y será torpe para aprender. Se apresurará cuando deba ser paciente o será paciente cuando deba apurarse. Y tonteará con el aprendizaje, hasta que termine incapaz de aprender nada más.
Cuando esto ocurre, el hombre puede volverse un guerrero impetuoso o un payaso. Pero la claridad que tan caro ha pagado no volverá a transformarse en oscuridad y miedo. Será claro mientras viva, pero ya no aprenderá ni ansiará nada.
Para evitar esta derrota, el hombre debe desafiar su claridad, igual que hiciera antes con el miedo, y usarla sólo para ver, y esperar con paciencia, y medir con tiento antes de dar otros pasos; debe pensar, sobre todo, que su claridad es casi un error. Y vendrá un momento en que comprenda que su claridad era sólo un punto ante sus ojos. Así habrá vencido a su segundo enemigo y llegará a una posición en el que nada puede ya dañarlo. Esto no será un error ni una ilusión. No será solamente un punto ante los ojos. Ese será el verdadero poder.
Sabrá entonces que el poder perseguido durante tanto tiempo por fin es suyo. Puede hacer con él lo que se le antoje. Su aliado está a sus órdenes. Su deseo es la regla. Ve claro y parejo todo cuanto hay a su alrededor. Pero también ha tropezado con su tercer enemigo: el poder.
El poder es el más fuerte de todos los enemigos. Y, naturalmente, lo más fácil es rendirse; después de todo, el hombre es de veras invencible. Él manda; empieza tomando riesgos calculados y termina haciendo reglas, porque es el amo del poder.
Un hombre en esta etapa apenas advierte que su tercer enemigo se cierne sobre él. Y de pronto, sin saber, habrá sin dudad perdido la batalla. Su enemigo lo habrá transformado en un hombre cruel y caprichoso.
Un hombre vencido por el poder muere sin saber realmente cómo manejarlo. El poder es sólo una carga sobre su destino. Un hombre así no tiene dominio de sí mismo, ni puede decir cómo ni cuándo usar su poder.
La derrota a manos de cualquiera de estos enemigos es definitiva. Cuando uno de estos enemigos vence a un hombre, no hay nada que hacer.
Un hombre está vencido sólo cuando ya no hace la lucha y se abandona. Si se rinde al miedo nunca lo conquistará, porque se asustará de aprender y no volverá a hacer la prueba. Pero si trata de aprender durante años, en medio del miedo, terminará conquistándolo porque nunca se habrá abandonado realmente a él.
Para vencer a su tercer enemigo, el poder, tiene que desafiarlo con toda intención. Tiene que darse cuenta de que el poder que aparentemente ha conquistado nunca es suyo en realidad. Debe tenerse a raya en todo momento, manejando con tiento y con fe todo lo que ha aprendido. Si puede ver que, sin control sobre sí mismo, la claridad y el poder son peores que los errores, llegará a un punto en el que todo se domina. Entonces sabrá cómo y cuándo usar su poder. Y así habrá vencido a su tercer enemigo.
El hombre estará, para entonces, al fin de su travesía por el camino del conocimiento, y casi sin advertencia tropezará con su último enemigo: la vejez.
La vejez es el enemigo más cruel de todos; el único al que no se puede vencer por completo; el enemigo al que solamente podrá ahuyentar por un instante.
Este es el tiempo en que un hombre ya no tiene miedos, ya no tiene claridad impaciente; un tiempo en que todo su poder está bajo control, pero también el tiempo en que siente un deseo constante de descansar. Si se rinde por completo a su deseo de acostarse y olvidar, si se arrulla en la fatiga, habrá perdido el último asalto, y su enemigo lo reducirá a una débil criatura vieja. Su deseo de retirarse vencerá toda su claridad, su poder y su conocimiento.
Si el hombre se sacude el cansancio y vive su destino hasta el final, puede ser llamado entonces hombre de conocimiento, aunque sea tan sólo por esos momentos en que logra ahuyentar al último enemigo, el enemigo invencible. Esos momento de claridad, poder y conocimiento son suficientes.
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