En el mundo de la vida cotidiana, nuestra palabra y nuestras decisiones se pueden revocar muy fácilmente. Lo único irrevocable en el mundo cotidiano es la muerte. En el mundo de los chamanes, en cambio, la muerte puede recibir una contraorden, pero no la palabra de un guerrero. En el mundo de los chamanes las decisiones no pueden cambiarse o revisarse. Una vez que han sido tomadas, valen para siempre.
El hombre racional, al aferrarse tercamente a la imagen que tiene de sí mismo, se garantiza una ignorancia abismal. Ignora el hecho de que el chamanismo no es cuestión de encantamientos ni abracadabras, sino que es la libertad de percibir no solo el mundo que se da por sentado, sino todo lo que es humanamente posible lograr. El hombre corriente tiembla ante la posibilidad de ser libre, aunque la libertad está al alcance de su mano.
Uno de los problemas del hombre es que intuye sus recursos ocultos pero no se atreve a utilizarlos. Por eso dicen los guerreros que el problema del hombre es el contrapunto que crean su estupidez y su ignorancia. El hombre necesita ahora, más que nunca, que le enseñen nuevas ideas que tengan que ver exclusivamente con su mundo interior; ideas de chamanes, no ideas sociales; ideas relativas al enfrentamiento del hombre con lo desconocido, con su muerte personal. Ahora, más que nunca, necesita que le enseñen los secretos del punto de encaje.
El espíritu únicamente escucha a quien le habla con gestos. Y los gestos no son señas o movimientos del cuerpo, sino actos de verdadero abandono, actos de generosidad, de humor. Como gesto hacia el espíritu, un guerrero saca lo mejor de sí mismo y sigilosamente se lo ofrece a lo abstracto.
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